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HambreKarlos Pérez de ArmiñoDenominación general con la que se hace referencia a una situación de subconsumo alimentario o desnutrición, habitualmente crónica. Sin embargo, en ocasiones se utiliza también englobando a una realidad más específica, como es la hambruna. El hambre (hunger) puede presentar diferentes formas y niveles de gravedad (ver malnutrición). En algunos casos se trata de una desnutrición moderada y crónica, que afecta a amplios colectivos desfavorecidos; mientras que en otras, particularmente durante las hambrunas (famine), se trata de un hambre aguda (starvation) que puede desembocar en la muerte. El hambre endémica, por su carácter cotidiano y persistente, no recibe en la agenda internacional y en los medios de comunicación la atención que suelen obtener las hambrunas, procesos particularmente virulentos en períodos determinados. Sin embargo, lo cierto es que el impacto general, tanto económico como en vidas, es mucho mayor en el caso de la primera que de las segundas. Si las hambrunas han ocasionado entre 70 y 80 millones de muertos durante todo el siglo XX, el hambre (con sus enfermedades asociadas) mata anualmente a entre 10 y 20 millones de personas. Las causas y consecuencias del hambre, así como las políticas contra ella, constituyen el objeto de análisis de los estudios sobre seguridad alimentaria, una de las áreas que más ha crecido en el campo de los estudios sobre desarrollo. Las explicaciones del fenómeno han evolucionado con vigor en las últimas décadas. Si convencionalmente el hambre se atribuía a la escasez de alimentos, provocada por el crecimiento demográfico o por catástrofes naturales, desde finales de los 70 prevalecen los enfoques que ven sus causas en la incapacidad de acceso de determinados grupos a dichos alimentos, fundamentalmente como consecuencia de la pobreza, pero también de otros factores como la discriminación de género, los conflictos armados o la discriminación política. Por tanto, las explicaciones demográficas y meteorológicas han dejado paso a las económicas y políticas. De esta forma, las políticas de lucha contra el hambre no pueden perseguir meramente el incremento de la producción alimentaria, como hizo en su momento la revolución verde, aunque aquél sea ciertamente necesario. La necesidad radica en reducir la vulnerabilidad al hambre de los sectores más desfavorecidos de la población mediante políticas que, si es necesario con la ayuda internacional, actúen en diferentes frentes, por ejemplo: el refuerzo de sus sistemas de sustento, para que obtengan unos ingresos mayores y más estables; la garantía de su acceso a los recursos (ver titularidades medioambientales); la protección de sus derechos y el apoyo a su empoderamiento; la provisión de servicios básicos, sobre todo de salud, agua y saneamientos, etc. Todo esto, por supuesto, tiene como requisito el mantenimiento o consecución de unas mínimas condiciones de paz. El hambre, además de ser un mal en sí mismo, acarrea diversos perjuicios para la población y para el desarrollo. En primer lugar, está estrechamente relacionada con la enfermedad. El debilitamiento corporal por un consumo insuficiente, así como la falta de proteínas y de determinados micronutrientes, deteriora los sistemas de defensa del organismo, dando lugar a un llamativo incremento de la incidencia y la gravedad de patologías como las enfermedades diarreicas y las infecciones respiratorias agudas, además de diversas enfermedades asociadas a la carencia de nutrientes específicos. Esta asociación entre desnutrición y enfermedad acarrea diversas consecuencias perniciosas tanto para el bienestar humano como para la productividad económica: afecta al funcionamiento de diferentes órganos (vista, aparato respiratorio, etc.), frena el pleno desarrollo del potencial físico e intelectual de los niños, y merma la capacidad de realizar actividades físicas (particularmente debido a la anemia nutricional). Esto es tanto más grave si tenemos en cuenta que los pobres son los que realizan actividades laborales con mayor coste energético. Numerosos estudios, como constata Strauss (1993:149-163), prueban la relación entre el aumento del consumo nutricional y la mejora de la productividad laboral, así como también la asistencia y rendimiento escolares. Situación y perspectivas futuras El hambre persiste hoy como una de las manifestaciones más lacerantes de la pobreza y del subdesarrollo y, lo que es peor, se prevé que seguirá siéndolo en el futuro. Según las últimas estimaciones publicadas por la FAO (1999:4), en el período 1995/97 había 791’5 millones de personas sufriendo hambre en los países en desarrollo, así como otros 34 millones en los países desarrollados (sobre todo en los países en transición del Centro y Este de Europa). En lo que se refiere a los países en vías de desarrollo, es innegable que se ha experimentado un notable avance en cuanto al porcentaje de desnutridos respecto al conjunto de la población: en 1995-97 representaban un 18%, mientras que en 1970 eran un 35%. Sin embargo, el descenso de la cifra absoluta de hambrientos en esos países ha sido decepcionante: entre 1990-92 y 1995-97 el descenso ha sido de sólo 40 millones. Peor aún, ese descenso en realidad se debe a que un grupo de 37 países redujo su desnutrición en 100 millones, mientras que el resto de los países pobres aumentó su contingente de hambrientos en 60 millones. Con el ritmo actual de disminución de unos 8 millones de hambrientos anuales, será imposible alcanzar el objetivo establecido por la Cumbre Mundial sobre la Alimentación celebrada en Roma en 1996, ya de por sí bastante modesto: disminuir a la mitad el número de personas desnutridas para el año 2015, pasando desde los 840 millones en 1990-92 a los 420 millones. Con las tendencias actuales, el número real será entonces de unos 600 millones. Unos 40.000 niños mueren cada día por malnutrición y las enfermedades relacionadas con ella. 150 millones de niños padecen mala salud y retraso en el crecimiento. Además de la malnutrición proteico-energética (falta de calorías y de proteínas), también la carencia de determinados micronutrientes, como el yodo, el hierro o la vitamina A, afecta a gran parte de la humanidad. El avance antes citado en el campo del hambre ha presentado grandes diferencias geográficas y sociales, habiendo países y sectores que han quedado al margen de los mismos y que, por tanto, siguen necesitados de la ayuda internacional. Aunque la región de Asia y Pacífico continúa siendo la que alberga más hambrientos (algo lógico al ser la más poblada), es también la que ha registrado unos avances más espectaculares, gracias al incremento de su producción agrícola y a su prosperidad económica. De este modo, en 1995-97 contaba con 525 millones de desnutridos, lo que representaba un 17% de su población, frente a un 32% en 1979-81. En el polo opuesto se encuentran la mayor parte del África Subsahariana, continente que cuenta con 180 millones de hambrientos (frente a 103 millones en 1970), lo cual representa un 33% de la población. Aunque los países del África Occidental han reducido considerablemente el hambre entre 1980 y 1996, en las zonas central, oriental y meridional por lo general aumentaron tanto las cifras absolutas como los porcentajes de desnutridos. En estas áreas, 14 países registraron elevados incrementos de dicho porcentaje, destacando Burundi, donde pasó del 38% al 63%. El deterioro de la situación nutricional en el África Subsahariana se explica, en parte, por ser la única región del mundo en la que, durante las últimas décadas, la producción alimentaria ha crecido menos que la población, lo cual es fruto de diversos problemas estructurales que arrastra: un acelerado crecimiento demográfico (ver demografía), la propensión a las sequías, el destructivo impacto de los conflictos civiles, el bajo nivel tecnológico y formativo, la falta de políticas públicas a favor de la agricultura familiar de los campesinos (en particular de las mujeres), etc. Pero el aumento del hambre debe verse como consecuencia no sólo de la merma de los suministros alimentarios, sino más bien del aumento de la pobreza y la pérdida de poder adquisitivo, que limita la capacidad de comprar alimentos por parte de las familias y de importarlos por parte de los países. De este modo, sólo una parte del déficit se ha cubierto por importaciones comerciales, mientras que el resto se ha traducido en un aumento de la ayuda alimentaria y, en la medida en que ésta ha sido limitada, en una reducción del consumo per cápita. En las próximas décadas, el hambre perdurará a unos niveles considerablemente elevados. Tomando como base las tendencias recientes (económicas, agrícolas y demográficas), la fao prevé que, a no ser que se adopten medidas extraordinarias que permitieran mejorar estas expectativas, para el año 2010 el hambre habrá disminuido, afectando al 12% de la población de los países en desarrollo. Esto implica que seguirá azotando todavía las vidas de 680 millones de personas, la mayoría de ellas del África Subsahariana y del Sur de Asia (Alexandratos, 1995:33; FAO, 1996:5). En efecto, la evolución de la situación presentará, como hasta ahora, fuertes diferencias geográficas. El conjunto de los países en vías de desarrollo sufrirá en el año 2010 un déficit en la producción de alimentos un 10% mayor que el de 1990, por lo que sus importaciones de cereales deberán aumentar desde los 90 millones de toneladas hasta los 160 millones (según la FAO) o los 210 millones (según el banco mundial) (Alexandratos y De Haen, 1995:361). Ahora bien, no todas las regiones dispondrán de poder adquisitivo para importar alimentos con los que cubrir su déficit, por lo que sus ciudadanos más pobres seguirán sumidos en el hambre. Los mayores avances se registrarán en Oriente Próximo-Magreb, América Latina y Caribe, y, sobre todo, en el Este de Asia (incluida China), zonas en las que para el 2010 se podrán superar las 3.000 calorías per cápita y la desnutrición afectará al 6% de la población. El Sur de Asia alcanzará un avance menor. Por su parte, el África Subsahariana no sólo no registrará mejoras, sino que será la única región en la que la situación alimentaria empeorará: se prevé que en el año 2010 la desnutrición crónica afecte a un 32% de la población, esto es, a unos 300 millones de africanos, con lo que superará al Sur de Asia en número de afectados a pesar de contar con sólo la mitad de su población. Esto será consecuencia de la insolvencia económica de África, que le impedirá importar comercialmente los alimentos necesarios para cubrir su creciente déficit productivo. Si en 1990 importó 7 millones de toneladas, para el 2020 necesitará importar 42-53 millones, esto es, el 25-32% de su consumo total (Dyson, 1996:126-127). Estas importaciones son las previsibles simplemente para satisfacer la demanda efectiva de los que pueden comprar; sin embargo, para poder satisfacer las necesidades nutricionales y acabar con el hambre serían precisas importaciones bastante mayores, que resultan impensables con las bajas tasas de crecimiento económico previstas y la persistencia de una pobreza extendida. En este sentido, diferentes tendencias económicas, políticas, ecológicas y demográficas hacen pensar que se incrementarán las diferencias económicas entre países y grupos sociales, y que los más pobres verán empeorada su situación. La globalización y liberalización de la economía, aunque puedan generar un crecimiento a escala mundial, previsiblemente perjudicarán a los países y campesinos más pobres (gran parte de ellos africanos), por cuanto éstos carecen de ventajas comparativas con las que competir en el mercado internacional. El cambio climático y, como consecuencia, la degradación medioambiental y la sequía afectarán sobre todo a los climas tropicales y a los suelos frágiles (característicos sobre todo del continente africano), y mermarán los medios de sustento de los campesinos y pastores pobres, los cuales explotan tierras marginales poco productivas al tiempo que disponen de menos recursos materiales, formación y apoyo estatal para adaptarse al cambio y mejorar sus explotaciones. Las altas tasas de crecimiento demográfico de los países más pobres, sobre todo en África (que doblará su población para el año 2025), también contribuirán a mermar el desarrollo económico, el bienestar y el acceso al alimento. Igualmente preocupante resulta la tendencia al incremento de las llamadas emergencias complejas (con su mortífera combinación de guerra civil, hambruna y epidemias), que seguirán creando crisis alimentarias agudas y necesidad de acción humanitaria en las zonas más convulsas de África y Asia Central. La victoria contra el hambre exige intervenciones públicas decididas, tanto a nivel nacional como internacional, a favor de los sistemas de sustento y el desarrollo de los sectores más vulnerables (Drèze y Sen, 1989). Desgraciadamente, la tendencia parece ir en la dirección contraria. Por un lado, en muchos países del tercer mundo la crisis económica y la imposición de criterios neoliberales a través de los programas de ajuste estructural ha debilitado la capacidad de los Estados de intervenir en la economía y de implementar programas efectivos de lucha contra la pobreza. Por otro lado, desde principios de los 90 se ha observado una disminución de los fondos internacionales dedicados a la cooperación para el desarrollo, dentro de los cuales se han visto aún más afectados los orientados a la investigación y el desarrollo agrícolas. En suma, aunque nunca han existido tantos conocimientos, información y medios para acabar con el hambre, hoy falta la voluntad política necesaria para erradicarla mediante intervenciones capaces de garantizar el cumplimiento del derecho humano al alimento. En su lugar, se confía en que el mercado y el crecimiento económico vayan paliando el problema, algo que para muchos no ocurrirá dado que son hambrientos precisamente por haber quedado excluidos tanto del uno como del otro. K. P. Bibliografía
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